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En el marco incomparable de la Bahía de La Concha, los dos primeros domingos del mes de setiembre, se celebran las tradicionales regatas donostiarras.

Es sin duda el acontecimiento deportivo más importante que se celebra en el País Vasco, si nos atenemos al número de espectadores que se concentran para ver disputar las mismas.

Cerca de 100.000 personas, muchos con los colores de su trainera, se despliegan por los montes que rodean la Bahía intentando conseguir un lugar privilegiado que les permita seguir las incidencias de la jornada.

Los barcos, deportivos y de pesca, que llegan de los puertos cercanos dan la pincelada final a la fiesta con sus banderas y el sonar de sus sirenas.
Las calles de San Sebastián y sobre todo las de la Parte Vieja se convierten en el centro neurálgico donde los "entendidos" vaticinan sobre los posibles

Las apuestas sobre quien ganará, o si esta o la otra trainera sacará varios segundos a una tercera, se cruzan entre los amigos, en los bares y por toda ciudad. Pero no es esto lo fundamental, lo importante es ganar la Bandera de La Concha. La más importante de las regatas que se celebran a lo largo del año.

Es un día de fiesta y la ciudad se convierte en un hervidero acogiendo a sus vecinos y a todos los que se acercan a presenciar este magnífico espectáculo con la hospitalidad que le caracteriza.

Cuando suenan las doce del mediodía y el juez da la salida, los gritos de ánimo se escuchan desde cualquier lugar. Los remeros se lanzan, dirigidos por sus patrones, en pos de una victoria que sólo está al alcance de unos pocos.

Pero ellos se aferran a sus remos para intentar lograr lo que durante tantos días de esfuerzo y preparación han estado soñando, La Bandera de La Concha, su medalla de oro olímpica.

Al final sólo uno gana, pero a la emoción y a la tensión vivida, le sucede el magnífico ambiente deportivo que en los aledaños del Puerto donostiarra se va creando, mientras los remeros hacen su llegada.


Y como no podía ser menos la gastronomía del País hace acto de presencia para poner, en los innumerables restaurantes de la ciudad, el broche final a una jornada inolvidable.